jueves, 16 de septiembre de 2010

Los cinco dedos de El salmón

O qué es lo que sucede cuando se elimina el filtro

 
En el año 2000, el músico argentino Andrés Calamaro optó por la negligencia. Se burló de la crítica, de los sacrosantos valores de la música popular y de sí mismo, y publicó un álbum de cinco discos al que llamó El salmón. Ciento tres canciones compuestas, o escupidas, en el periodo más prolífico y terrible de su carrera musical. Periodo que solo duró siete meses y le costó la reputación, la fama y el mito de poeta maldito en torno a su cabellera. Periodo que le costó la genialidad.   

Calamaro dejó de ser el músico que alcanzó la ansiada madurez con “Honestidad brutal”, álbum que antecedió a “El salmón”. Nada podía desterrarlo de la escoria, del verso fácil, de la canción tristemente inmediata. Su nombre jamás volvería a ser escrito junto al de Charly o el de Spinetta. Y es que el público lo despedazó y la crítica se meó encima de su cadáver.  De nada le sirvió ser el salmón, el contracorriente, el temerario.  Su coraje, como a Túpac Amaru, lo dejó sin extremidades.  
Pero el arte jamás se definió a partir del hermetismo del cerebro de un crítico, o de dos, o de tres. Sino preguntémosle a Duchamp y a su urinario, a Warhol y a su lata de sopa.  El arte no cree en principios estáticos, en estéticas absolutas. El arte es el artista, su subjetividad, la efervescencia de su cuerpo vulnerado. Calamaro, con “El salmón”, reivindica esa única certeza en el arte, ese único estático fundamento. El músico argentino, el artista, decidió eliminar el filtro, la barrera que le impedía tatuar su sistema nervioso en el pentagrama. Calamaro se derramó.
Desapareció la distancia entre su piano y su catarsis creativa. Las canciones de “El salmón” comparten la virtud emblema de todo arte superior: la honestidad brutal. En su sonido no hay rastros de “radiofórmulas”, de respeto por las nociones básicas de estructuración armónica. En su sonido sólo hay vómito tras vómito, tras vómito. Y es por esto, y no porque sea quíntuple, que el álbum conforma un hito dentro de la industria musical. Una atípica, incomprendida, genial excepción.
Pero a pesar de que Calamaro conocía bien esta situación, y repitió hasta el cansancio que “El salmón” era su mejor álbum, decidió regresar de la locura. Dejó atrás las interpretaciones viscerales, las melodías incoherentes, la libre improvisación encima de siete acordes. Y los estadios llenos regresaron, y la zalamería de la crítica, y la odiada comprensión. Pero no se trata, pues, de un regreso resignado. No hubo fracaso ni negación en la decisión de volver. Calamaro entiende que “El salmón” es un animal difícil de digerir. Y por eso ahora sólo espera, con la cordura que solo la locura otorga. Ya la historia celebrará su actitud contracorriente.


Rollin Cafferata Thorne

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