miércoles, 1 de septiembre de 2010

Ají, che

Hace ya unas semanas estuve de vacaciones en Buenos Aires. Sin duda una ciudad con bellos paisajes urbanos, en donde puedes caminar sin que te retumbe el oído de tanto bocinazo o te encuentres atrapado entre una densa capa de smog. Habrían pasado un día o dos desde mi llegada, cuando se me ocurrió ir a probar un típico “Choripan” argentino. Todo iba bien, hasta que una frase mía sorprendió al mozo, casi al extremo del insulto: “Señor, me puede dar un poco de ají, por favor”.

No sabía que en la Argentina el consumo de ají es nulo, casi inexistente. Perú es el único país en Sudamérica donde la venta e ingesta de este colorido condimento resulta masiva. Es más, el ají es uno de los pilares más sólidos dentro de nuestra cocina; concebir un restaurante que no posea este elemento resulta inexplicable dentro de nuestro imaginario social. Yo, sentado en aquel restaurante gaucho, con un mozo mirándome de mala manera, no podía sino pensar en aquel picante compañero.

¿Sera el ají un elemento que logre explicar un poco más de nosotros? El aire de familiaridad que sentimos por este explosivo insumo trasciende las barreras de lo comestible. Hay en nosotros un lado masoquista: Así como nos gusta tanto el futbol, disfrutamos también de un buen “tiradito” con ají amarillo. A nuestros amigos argentinos no los veo ni escucho decir, entre pastas y carnes: “¡Que rico pica, che!”

Los lazos que compartimos con nuestros productos y platos nos recuerdan de dónde venimos. Nuestra cultura, historia y comportamiento social giran alrededor de una mesa; es allí donde nos encontramos con más fuerza. Queramos o no, estamos acostumbrados a lo que siempre hemos sido expuestos. Yo, pasadas tres semanas en la capital argentina, me di cuenta: Extrañaba el bocinazo, el smog y, sobre todo, extrañaba sentir ese rico ardor en la boca.

Javier Wong

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