jueves, 25 de noviembre de 2010

El último de los dinosaurios

El mayor logro de Antonio Cisneros no es haber ganado el Casa de las Américas, ser el poeta peruano más leído en el globo o encontrar en las ferias reediciones de sus primeros libros. Ni siquiera haber sido distinguido con la Orden de Caballero de las Artes y las Letras de Francia o amalgamar, con depurada sutileza, la erudición con la cháchara de dos señoras que se encuentran en el mercado. El mayor logro de Cisneros es más bien terrestre y poco peruano: a sus casi 70 años el hombre tiene trabajo fijo, casa propia y sigue llevando la vida que llevó siempre. A pesar de ser un poeta, a pesar de la envidia gratuita. Y es que a muchos les jode que él hable sobre la pared azulada con una botella de vino. Les jode porque anhelan poder hacerlo sin morirse de hambre, o de atención mediática, en el trayecto. Justifican su fracaso en el éxito de aquellos con los que sueñan ser y no pueden porque sus complejos los cohíben hasta llegar a negarlos a sí mismos. Pero a Cisneros esas cuestiones lo tienen sin cuidado. Es un tipo sin rencores, sin malas sangres. Al margen de esa pierna casi coja por la diabetes -que aún no le impide revivir sus épocas de nómade-, Cisneros duerme tranquilo.

Pero no siempre quiso ser poeta o bohemio o casi apátrida (aunque afirma que “un peruano no deja de ser peruano porque el Perú no es un país: es un trauma”). Un joven Cisneros quería  ser artista plástico como su tío Paco. Pero fue la escritura lo que terminó por urgirle y a los 18 años aparece “Destierro”, su primer poemario, publicado por Javier Sologuren. “
Yo creía que realmente ese libro tenía que ser leído y apreciado. Y andaba por la calle con la sensación de que en cualquier momento alguien se me iba a acercar para que le esclareciera alguna metáfora oscura o un verso un poco complicado. Una vez en la librería Stadium vi a un tipo que hojeó mi libro y lo compró. Seguí al tipo por todo Camaná, me subí a su ómnibus: quería saber cómo era mi lector. Ese era yo a los 18 años.” Dos años después publica “David”, libro en que su relación ambivalente con la religión empezaba a aparecer. Pero no fue hasta su “Comentarios Reales” que la crítica le prestó verdadera atención. El tipo se embarcó en una de las empresas literarias más ambiciosas de esta parte del continente: poetizar la historia de todo un país. Y ganó el Premio Nacional de Poesía. Y con él llegaron zalameros, envidiosos, un sequito de lectores enfermizos. Y una compulsiva necesidad de seguir escribiendo.

Viajó por todo el mundo. Escribió desde la marginalidad latinoamericana de un barrio londinense y desde la barra de un bar en Niza. Pero su trauma favorito lo devolvió al Perú. Y ahora sus batallas no las libra contra la palabra, los modelos estéticos que la poesía de su generación vulneró o las inmensas preguntas celestes. Cisneros, el tío campechano, prefiere discutir sobre fútbol comiéndose un ceviche un domingo por la mañana. O con su esposa sobre la chapa del baño que lleva ya dos semanas malograda. O acaso con un impertinente estudiante de literatura que lo aborda en plena charla borrachera. Cisneros, el civil, y no la irónica mirada en que los jóvenes de mi generación encuentran fascinación y esperanzas, no lamenta estar viviendo la última de sus vidas. Más bien disfruta la cotidianidad de sus rutinas, fumarse un cigarrillo en el malecón de Miraflores, cerca al faro, o releer la literatura que leyó de joven. Y no sé si aquello sea una decisión resignada por la edad o simplemente lo que, de alguna forma, hizo siempre. El punto es que su poesía desde hace tiempo dejó de ser vieja. He allí su principal virtud.     



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